Ya lo sospechaba.

Mi médica de cabecera me lo había dicho:
los análisis salieron con el factor reumatoide positivo.


No era definitivo,
pero sí una señal.
De esas que ya no puedes ignorar.


Así que cuando fui a la reumatóloga,
no fui en blanco.
Fui con preguntas.
Con la cabeza encendida.
Con miedo también, pero más con ganas de entender.


Y cuando me confirmó el diagnóstico,
no me quedé callada.
Le solté una pregunta tras otra.


¿Esto se puede revertir?
¿El carbón vegetal ayuda?
¿Bajar de peso mejora algo?
¿Me vas a meter corticoides?
¿Qué tratamientos hay?
¿Hay alternativas?


Y ella,
empezó a ponerse nerviosa.


Como si no estuviera acostumbrada
a que una paciente preguntara tanto.
A que alguien quisiera saber realmente
qué le iban a meter en el cuerpo.


Hasta me dijo que sería buena para ser un caso de estudio.
Que podría ayudar a informar a otros pacientes.


Y yo pensé:
¿Pero qué dice esta mujer?


Solo estoy haciendo lo lógico.
Queriendo saber antes de aceptar.


Porque sí, ella es la especialista.
Pero yo soy la que tiene que vivir con lo que me pongan.
Con los efectos.
Con las reacciones.
Con las consecuencias.


Y si algo me ha enseñado esto,
es que tengo derecho a elegir.
A entender.
A decidir porque es mi cuerpo.


Y si eso incomoda,
pues te jodes.


Quizás también sirva para otras.
Que se quedan con dudas por no saber cómo preguntar.
O por miedo a molestar.


Así que aquí estoy.
Contando lo que viví.
Por si tú también estás ahí,
con más preguntas que respuestas,
y la sensación de que nadie traduce lo que te pasa.


Porque preguntar no es desconfianza.
Es autocuidado.
Y elegir también es parte del tratamiento.

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Te escribiré como quien le escribe a una amiga:
sin filtros, sin postureo, sin fórmulas raras.

Solo vida real.
Como la tuya.
Como la mía.

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